Se dio un aviso de temporal y, por
supuesto, este no quería faltar a su cita. Ultimamos los
preparativos para dirigirnos a puerto pero cuando dimos al contacto,
el motor no emitió ni un suspiro. Las baterías estaban agotadas y
el cielo cargado de nubes no dejaba nutrirse a la placa solar. No
quedaba alternativa: había que comprar una batería nueva con
urgencia si queríamos cobijarnos a tiempo. Por suerte, y gracias a
la ayuda de unos vecinos, llevamos la batería a bordo y tras tres
horas de navegación algo agitada, pudimos ocupar el atraque
asignado. El puerto de Mogán estaba a rebosar y los tripulantes,
atareadísimos, trincaban a conciencia todo sobre cubierta y
comprobaban una y otra vez las amarras de sus embarcaciones. El
viento llegó con puntualidad y violencia, con rachas de hasta ciento cuarenta kilómetros por hora, la lluvia golpeaba de costado colándose
por cualquier ranura y el oleaje rompía parabrisas y abollaba la
chapa de los coches aparcados junto al rompeolas. Un espectáculo
caótico que contrastaba con lo apacible del interior del O2.
Cuando pasó lo más duro, sobre cubiertas y pantalanes, todos
hacíamos balance de los desperfectos.