domingo, 2 de junio de 2013

Bautizados

Después de ocho años navegando, esta última travesía ha hecho que vea la mar y el cielo, que comience a hablar con ellos, comprenderlos, aprender. Zarpamos de Portosanto con viento cómodo de través y a rumbo. Teníamos que llegar lo más al noreste y lo más rápido posible para poder enlazar con vientos portantes que nos empujaran hacia la Península, antes de que estos desapareciesen, y parecía que lo estábamos consiguiendo. El parte meteorológico había lanzado un aviso por chubascos. Nosotros íbamos muy rápido y lográbamos esquivar los cumulonimbos que iban apareciendo. Hasta que uno de ellos nos atrapó, descargando sobre nosostros toda su violencia. Llevábamos mucho trapo y no podíamos ni pensar en atravesarlo, así que tuvimos que poner pies en polvorosa para salir cuanto antes de su influencia. En diez larguísimos minutos perdimos todo el Norte que habíamos logrado ganar durante las cinco últimas horas, y con el Norte, el ángulo con respecto al viento para poder llegar donde teníamos que llegar, y por si aún nos quedaba alguna duda, el viento roló al Noreste, desbaratando por completo nuestra estrategia y limitando nuestras opciones. Ya solo podíamos hacer tres cosas: abortar la travesía y regresar a Portosanto, dirigirnos a la costa marroquí, para luego intentar subir poco a poco, o poner rumbo Noroeste hacia las Azores para ganar latitud, esperando llegar a la cola de la borrasca que se estaba formando en el Norte de Portugal. Tomamos esta última opción, llevando un rumbo muy cerrado, intentando no ganar demasiada longitud. Pero cada vez nos adentrábamos más en el anticiclón e iba a ser muy complicado salir de ahí. De hecho, tardamos tres días en escapar de ese al que nombramos como "el anillo de la desesperación". Y al cabo de esos tres días, solo nos habíamos alejado ochenta millas de Portosanto y aún nos restaban cuatrocientas para llegar a la Península. La travesía iba a ser larga y ahí empezó a estresarnos otra cuestión: la preocupación de nuestros familiares y amigos ante nuestra tardanza.
Cada vez se instauraba más el anticiclón y necesitábamos salir de él cuanto antes. Había que mover ficha de nuevo para poder tener opciones. Viramos al Este, siempre muy ceñidos, y al fin, el jueves nos dimos de lleno con las estivaciones de la depresión. Hicimos por meternos en ella y no perderla. Sabíamos que era lo único que podía llevarnos a nuestro destino. Teníamos que tener mucho cuidado y seguir una línea isobática, tanto para no perder la borrasca como para no introducirnos demasiado en ella. La consulta al barómetro se convirtió entonces en un hábito horario. Por fin, encontramos la autopistra hacia casa. Una vía nada cómoda y cargada de cuestiones y trabas: mar de fondo de tres metros, viento racheado y siempre por la amura, frío y lluvia, hasta el domingo por la tarde, cuando llegó el temporal. La Génova se deshizo ante nuestros ojos, la baluma se desprendió y los paños se desintegraron. Encendimos motor. Bien amarrados a la línea de vida, luchamos por arriar el foque. Un golpe de viento seccionó la driza y cayó al agua, y acabó enredándose en la hélice del motor. Desde ese momento, ya solo disponíamos de la mayor para gobernar la embarcación, y esta, rizada al máximo, nos llevaba bastante rápido y sin perder rumbo. Estábamos muy cansados. Llevábamos días sin dormir y en esos momentos no nos podíamos permitir el lujo de relajarnos. El interior del O2 se convirtió entonces en un taller de costura que se deslizaba por las vias de una montaña rusa. Cosimos y parcheamos de urgencia la Génova, a sabiendas de que no podríamos izarla por el momento; y confeccionamos un tormentín con retales que llevábamos a bordo. Qué satisfacción cuando lo izamos y comprobamos que cumplía su labor.
Al día siguiente el tiempo comenzó a mejorar. Nos faltaban menos de cien millas para la arribada. Cuando logramos fondear con mucho esfuerzo frente a IslaCristina, y después de pisar tierra, mientras tomábamos unas cañas con unas buenas raciones de pescaíto, la extenuación cayó sobre nosotros, empapándonos, llevándonos, al fin, al descanso que tanto necesitábamos y ansiábamos.