sábado, 27 de octubre de 2012

La Graciosa




Abandonamos Lobos muy contentos por haberlo conocido una madrugada en la que la predicción marítima, a priori, era favorable, con vientos suaves del Oeste que se intensificarían un poco por la tarde y un mar de fondo de 1 a 2 metros. Y así se cumplió la predicción durante gran parte de la travesía pero ya en las últimas 20 millas, el cielo comenzó a llenarse de nubarrones muy densos y oscuros y el viento empezó a arreciar. Nos sorprendieron los primeros chubascos y los siguientes logramos dejarlos atrás, gracias a la velocidad que íbamos adquiriendo, de manera progresiva, milla tras milla, hasta que finalmente nos vimos sumergidos en medio de un espeso frente que nos caló hasta el tuétano, hizo que perdiéramos de vista la costa y que nos traía olas de tres metros y vientos de 35 nudos, los que nos hacían volar de través a una velocidad de 9 nudos, con tan solo la génova izada; aún así llevábamos demasiado trapo. Esto hizo que la navegación resultase muy excitante aunque para los dos tripulantes que llevábamos a bordo, quienes desde hacía ya rato luchaban en el interior del barco contra el mareo, fue un verdadero infierno.
A pesar de todo, a la hora prevista, fondeamos con algo de dificultad en la playa de los franceses bajo una intensa lluvia. Allí permanecimos durante tres días al socaire de la Montaña Amarilla, un cono volcánico encumbrado por óxido granate y por cuya ladera Sur desciende hacia el mar tierra teñida por azufre en un ocre intenso. Llevamos en esta isla una semana y nos encontramos muy bien aquí, un lugar encantador en el que viven alrededor de 700 personas en pequeñas casas blancas en calles sin asfaltar, de arena. Un pequeño pueblo rodeado de tierra virgen con todas las necesidades cubiertas y preparado para una vida tranquila. Nada de paro, juventud y muchos, muchos niños que incluso reciben alguna de sus clases en la playa en vez de en el aula, aprovechando la bonanza del tiempo. Una verdadera delicia.

Isla de Lobos y el Sur de Lanzarote


Después de unos cuantos días en el Sur de Lanzarote, donde han ocurrido un montón de cosas, desde la pérdida del ancla y su respectiva cadena, hasta el estimable encuentro con un trío peculiar: un inglés, Tim, un irlandés, Peter, y un alemán, Bernard (con el español se completa el chiste), zarpamos rumbo al sur, tras haber colocado unas cuantas obras en la Galería "Arte de Lava", en Marina Rubicón, hasta el otro extremo del estrecho de la Bocaina, pues queríamos conocer a fondo la Isla de Lobos y la ciudad de Corralejos, al norte de Fuerteventura.

Lobos es una pequeña isla virgen y deshabitada de conos, rocas volcánicas y playas de arena fina y blanca, cuyas aguas cristalinas, azules turquesas e intensas, cobijan una gran y variada cantidad de vida. Y es de esta vida de la que os quiero contar un encuentro, que destaco en esta recalada: A última hora de la tarde de un productivo día, Almudena y yo nos encontrábamos sobre cubierta. Ella en proa observaba la mar y yo en la bañera, bajo el toldo, pintaba. Tras una exclamación, Almudena apareció en popa y me señaló un punto cercano por el través. Y lo vi: un par de tortugas flotaban con sus cuellos erguidos. Nos pusimos las aletas y las gafas y nos lanzamos al agua a su encuentro. En un par de minutos las teníamos ante nosotros. Una enorme de más de un metro, estaba en el fondo, escarbando con su cabeza en la arena. La otra buceaba muy cerca de nosotros, como colgada por hilos de títeres. Se movía suave y lentamente aunque avanzaba a gran velocidad. En un rato la perdimos y atendimos a la más grande, la que estaba en el fondo. Seguía comiendo allí abajo pero se dio cuenta de que estábamos cerca. Parecía sentirse cómoda. Me habían contado que las tortugas marinas tenían muy malas pulgas pero no fue esa mi impresión. Así que me sumergí para verla más de cerca. Y la tortuga giró su cabeza hacia mí. Me miró. Y comenzó la persecución. Ahí fue, acercándose, con esos movimientos, como a cámara lenta, cuando realmente me di cuenta de lo grande que era. Y puse pies en polvorosa. Tras unos metros de huída miré hacia atrás, pensando que la tortuga había cejado en su empeño, pero seguía ahí. Persiguiéndome. Poco tiempo después, la tortuga cambió de dirección y se perdió fundiéndose finalmente con el azul del mar.