Abandonamos Lobos muy
contentos por haberlo conocido una madrugada en la que la predicción
marítima, a priori, era favorable, con vientos suaves del Oeste que
se intensificarían un poco por la tarde y un mar de fondo de 1 a 2
metros. Y así se cumplió la predicción durante gran parte de la
travesía pero ya en las últimas 20 millas, el cielo comenzó a
llenarse de nubarrones muy densos y oscuros y el viento empezó a
arreciar. Nos sorprendieron los primeros chubascos y los siguientes
logramos dejarlos atrás, gracias a la velocidad que íbamos
adquiriendo, de manera progresiva, milla tras milla, hasta que
finalmente nos vimos sumergidos en medio de un espeso frente que nos
caló hasta el tuétano, hizo que perdiéramos de vista la costa y
que nos traía olas de tres metros y vientos de 35 nudos, los que nos
hacían volar de través a una velocidad de 9 nudos, con tan solo la
génova izada; aún así llevábamos demasiado trapo. Esto hizo que
la navegación resultase muy excitante aunque para los dos
tripulantes que llevábamos a bordo, quienes desde hacía ya rato
luchaban en el interior del barco contra el mareo, fue un verdadero
infierno.
A pesar de todo, a la
hora prevista, fondeamos con algo de dificultad en la playa de los
franceses bajo una intensa lluvia. Allí permanecimos durante tres
días al socaire de la Montaña Amarilla, un cono volcánico
encumbrado por óxido granate y por cuya ladera Sur desciende hacia
el mar tierra teñida por azufre en un ocre intenso. Llevamos en esta
isla una semana y nos encontramos muy bien aquí, un lugar encantador
en el que viven alrededor de 700 personas en pequeñas casas blancas
en calles sin asfaltar, de arena. Un pequeño pueblo rodeado de
tierra virgen con todas las necesidades cubiertas y preparado para
una vida tranquila. Nada de paro, juventud y muchos, muchos niños
que incluso reciben alguna de sus clases en la playa en vez de en el
aula, aprovechando la bonanza del tiempo. Una verdadera delicia.